A veces a los jóvenes se les atribuyen cierta exclusividad sobre algunas emociones, como la felicidad, pero los adultos mayores también pueden experimentarlo.
Hay una anécdota que cuenta que había un perrito que se había perdido, buscando su regreso a casa, llegó a una habitación en la cual había mil perritos más. El perrito del cuento comenzó a mover la cola, a levantar sus orejas poco a poco y a sonreír. Los otros mil perritos hicieron lo mismo. Cuando salió de la habitación, el perrito pensó: “¡Qué lugar tan agradable! ¡Voy a venir más seguido a visitarlo!
Tiempo después, otro perro entró al mismo sitio, pero a diferencia del anterior, este perrito, al ver a los otros perritos, se sintió amenazado, ya que lo estaban mirando de manera agresiva. Empezó a gruñir y de inmediato vio cómo los mil perritos le gruñían y ladraban a él también. Cuando este perro salió de la habitación pensó: “¡Qué lugar tan horrible es este! ¡Nunca más volveré a entrar allí!”
Ninguno de los dos perros sabía leer, pero en el frente de la casa había un letrero que decía: “La casa de los mil espejos”.
Esta anécdota trata de hacernos reflexionar en relación a la responsabilidad que tenemos en la proyección que hacemos de nosotros mismos y que en definitiva, es lo que recibimos, ¿cómo quieren que los traten? ¿Como perritos alegres y amistosos o perritos gruñones y agresivos?
Iniciemos por desechar la idea de que ciertas cualidades y emociones son propias y exclusivas de la gente joven. Es sumamente común escuchar frases como “soy mayor, pero de espíritu joven” o “me siento feliz como si tuviera 20 años”. En cambio, es sano pensar que la felicidad, la alegría y el entusiasmo se experimentan a cualquier edad, sólo hay que decidirse a vivir estas emociones con plenitud.
Para nadie es desconocido que la vejez conlleva limitaciones, no obstante, para muchos, esta etapa puede ser sinónimo de libertad. Es la etapa en la que ya no hay que complacer a nadie, es el tiempo de comprobar los afectos definitivos, ya no hay espacio para las relaciones impuestas o por conveniencia, los horarios ya son relativos, se está libre de conflictos sexuales, de luchas y competencias; puede entonces volcarse la mirada hacia adentro para explorar el mundo interior sin distracciones y agradecer tanta riqueza y oportunidades. Y con esa paz silenciosa, emprender una rutina colmada de lujos.
Si tomamos la decisión de llegar a la vejez con una vida plena hasta el último aliento de vida, llegamos a transmitir una imagen de vejez que sea envidiada y deseada
Dios no da un ejemplo de esta alegría en Lucas 2:22…40. La escena es la presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén cuarenta días después de su nacimiento. El texto habla de un anciano que llegó al Templo al que el Señor le había prometido que no moriría sin antes haber visto al Mesías. En efecto, cuando María y José entraron con el niño, Simeón lo tomó en sus brazos y comenzó a alabar a Dios con un hermoso cántico de acción de gracias, en el que Simeón dice al Señor que su siervo puede irse en paz, pues sus ojos han visto al Salvador, al que es Luz de todos los pueblos.
Contemplando la escena con atención, surgen preguntas inquietantes: Realmente, ¿qué vio Simeón? Si realmente ya era muy anciano, es posible que tuviera cataratas además de la vista cansada, un anciano casi ciego, quizá. Sabe que el Niño que tiene en sus brazos es la gloria de Israel y la luz del mundo entero, pero el narrador nos ha dicho que sus padres ofrecieron al Señor por el niño dos palomas, lo cual significa que es el hijo de una familia pobre, ¿qué luz vio Simeón en un bebé hijo de padres pobres?
Un recién nacido y además pobre no puede ofrecer ningún discurso que aliente a la esperanza, no puede guiar a ningún ejército en ninguna batalla; un bebé sólo duerme y come. Quizá Simeón ni siquiera vio a Jesús despierto. Pero lo tuvo en sus brazos y eso fue suficiente para comprender que lo poco y lo pobre que veía y tenía en sus brazos era la promesa cumplida de Dios, la cercanía de un Dios que se hacía tan pequeño y débil como hacía falta para que cualquiera, hasta un anciano débil, torpe, casi ciego, pudiera sostenerlo, abrazarlo y sentirse al mismo tiempo sostenido y abrazado por el amor de un Dios imposiblemente más cercano.
Son signos pequeños y pobres, pero para un anciano como Simeón y todos los ancianos, la vida les ha enseñado que son signos venidos del futuro y de la vida de Dios, y son suficientes para iluminar toda una historia de camino a tientas y con bastón.
Morris West (1), en su novela Eminencia escribe: "Todos pasamos por algún momento en el que Dios parece estar ausente y nos encontramos sumidos en la oscuridad y terriblemente solos. Nos abrimos paso como el ciego que tantea el camino adelantando su bastón con la esperanza de que el suelo se mantenga firme y las criaturas con las que nos topemos sean amigables. No hay ninguna garantía, nunca. Nos mantenemos abiertos al amor, porque sin él nos convertimos en bestias salvajes."
En Jesús, Dios ha venido a nosotros. En Jesús, el anciano sabe que el camino del amor y la misericordia, el camino de la pequeñez y de lo débil, el camino de la ternura y la cercanía, es un camino seguro para encontrarnos con Dios y con su reinado e inconscientemente, según llega esta sabiduría, llega su felicidad y su alegría.
Por más negra sea la noche, por violenta que sea la historia, por más oscura que nos deje el alma la injusticia y la pobreza, la luz de Dios, siempre vendrá al corazón del ser humano y del pueblo, con ella llegara la historia alegremente contada por los ancianos.
La alegría de Simeón, su risa, su felicidad, es la imagen que Dios nos da para los ancianos cristianos, es nuestro deber propiciárselas honrándoles y atendiéndolos.
Simeón lo creyó y la Iglesia debe seguir creyendo.
Pero sobre todo usted debe seguir creyendo y actuando.
S.A.G.- 21 – AGO – 2021
(1) Morris Langlo West (nació el 26 de abril de 1916; murió el 9 de octubre de 1999) fue un escritor australiano. Morris West se hizo famoso con la tetralogía Las sandalias del pescador, Los bufones de Dios, Lázaro y Eminencia.
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