En
su libro Los Abuelos Jóvenes (2002), el doctor en ciencias de la educación
Oliveros F. Otero y el director de empresas José Altarejos hablan de “la edad
de la experiencia”, pues algunos de los grandes hitos de la humanidad se han
realizado justamente avanzada la madurez de los protagonistas. Platón,
Aristóteles, Miguel Ángel y Cervantes son algunos ejemplos que citan estos
autores al hablar de esta etapa en la que la experiencia encuentra la necesaria
reflexión.
La
mayoría de las personas no están llamadas a escribir libros de filosofía, a
realizar avances en la aritmética o a revolucionar el mundo del arte, pero
pueden ser todo eso y más para el espíritu en formación de sus nietos.
Dos
novelistas de generaciones distintas reflexionan sobre el papel que
desempeñaron los mayores en su vida. Luis Landero explica así la memoria que
conserva de su abuela: “Recuerdo todavía trozos de cuentos que me explicaba,
pero también canciones y fragmentos de zarzuelas. Tenía una memoria increíble
en la que cabían un montón de cosas. Vivió 93 años y nunca estuvo enferma. Era
tan analfabeta que apenas sabía escribir su nombre. Cuando iba a la plaza de su
mano, a menudo me preguntaba: ‘Mira este cartel, ¿qué pone?’. Lo hacía más para
estimularme que porque le interesara saber lo que ponía”.
Las
personas maduras tienen mucha más habilidad para lidiar con conflictos
interpersonales y en momentos de crisis en los que es importante no
precipitarse
Iolanda
Batallé, autora del libro La memoria de las hormigas (Gadir, 2010), cuenta en
las entrevistas que un retrato de su abuela preside su escritorio. Ella le
impulsó a soñar, a imaginar, le dio la seguridad de que podía convertirse en
aquello que quisiera. En su libro habla de este modo del pragmatismo que a
veces nos choca de las personas de edad avanzada: “Mi abuela siempre me lo
decía: ‘Yo esto de la depresión no me lo creo. Si alguien está triste, pues que
se levante y trabaje’. A veces, le había intentado explicar que la gente que
sufría esta enfermedad no controlaba su cuerpo ni su mente, que a veces había
personas que estaban tan tristes y cansadas que no podían levantarse para ir a
trabajar. Ella me respondía: ‘Tonterías, niña, tonterías, todo esto es pereza.
Si estás triste y cansada, miras la agenda, repasas las cosas que tienes que
hacer y te dices a ti mismo: no estoy deprimido porque mi agenda no me lo
permite’. No valía la pena discutir con mi abuela, puesto que en su mundo tenía
razón”.
Para
muchos, la figura del psicólogo o terapeuta suple esta voz de la experiencia,
aunque se base en una escuela de pensamiento en lugar de en las propias
vivencias. Porque ese es el tesoro de los abuelos: han visto tanto, en su
existencia y en su entorno, que encuentran fácil lo que los nietos ven difícil
y encuentran puertas allí donde los jóvenes sólo ven muros que se levantan ante
ellos.
·
Una lección de sabiduría
La
actriz Ingrid Bergman explicó de esta manera lo que se gana con la edad:
“Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube, las fuerzas
disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.
Hay
un relato árabe ilustrativo sobre la sabiduría pragmática de los mayores, en
contraposición con la pretensión de saber de los jóvenes. Cuenta que hubo una
vez un anciano muy sabio, tanto que todos decían que en su cara se podía ver la
sabiduría. Un buen día ese hombre decidió hacer un viaje en un barco donde iba
un joven estudiante arrogante, que entró en el navío dándose aires de
importancia, mientras que el anciano se limitó a sentarse en la proa a
contemplar el paisaje y ver cómo trabajaban los marineros. Al poco, el
estudiante tuvo noticia de que en el barco se encontraba un sabio y fue a
sentarse junto a él. El anciano permanecía en silencio, y el joven decidió
sacar conversación:
–¿Ha
viajado mucho usted?
A
lo que el anciano respondió:
–Sí.
–¿Y
ha estado usted en Damasco?
Al
instante el anciano le habló de las estrellas que se ven desde aquella ciudad,
de los atardeceres, de las gentes y sus costumbres. Le describió los olores y
ruidos del zoco y le habló de las hermosas mezquitas de la ciudad.
–Todo
eso está muy bien –dijo el estudiante–. Pero… habrá estado usted estudiando en
la escuela de astronomía, ¿verdad?
El
anciano se quedó pensativo y, como si aquello no tuviese importancia,
respondió:
–No.
El
estudiante se llevó entonces las manos a la cabeza, sin creer lo que estaba
oyendo:
–¡Pero
entonces ha perdido media vida!
Al
poco rato, el estudiante le volvió a preguntar:
–¿Ha
estado usted en Alejandría?
Y,
acto seguido, el anciano le empezó a hablar de la belleza de la ciudad, de su
puerto y su faro. Del ambiente abarrotado de las calles, de sus tradiciones y
de otras tantas cosas.
–Ya
veo que ha estado usted en Alejandría –repuso el joven– . Pero, ¿estudió usted
en la Biblioteca de Alejandría?
Una
vez más, el anciano se encogió de hombros y dijo:
–No.
De
nuevo, el estudiante se llevó las manos a la cabeza y dijo:
–Pero,
¡cómo es posible! ¡Ha perdido usted media vida!
Al
rato, el anciano vio en la otra punta del barco que entraba agua entre las
tablas. Entonces, preguntó al joven:
–Tú
has estudiado en muchos sitios, ¿verdad?
El
estudiante enhebró una retahíla sin fin de escuelas, bibliotecas y lugares de
sabiduría que había frecuentado. Cuando por fin terminó, el viejo le preguntó:
–¿Y
en alguno de esos lugares has aprendido natación?
El
estudiante repasó las decenas de asignaturas que había cursado en los
diferentes lugares, pero en ninguna de ellas estaba incluida la natación, así
que respondió:
–No.
Al
escuchar eso, el anciano se arremangó y, antes de tirarse al agua, dijo:
–Pues
has perdido la vida entera.
Ahora
piensa: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?” Marcos 8:36
NVI
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