Si
madres, padres y abuelos logran sensibilizarse y conectarse con lo que sus
hijos y nietos necesitan desde el lugar que cada uno ocupa en el entretejido
familiar, habremos ganado gran parte de la batalla, al garantizar prácticas de
crianza y de comunicación orientadas a otorgar un lugar simbólico y concreto al
nuevo integrante que será reconocido desde su calidad de sujeto que transita y
resuena en la historia familiar.
Los
abuelos relatan la historia de la familia, de las tradiciones que dejaron sus
antepasados, de cómo era el mundo en otras épocas, de cómo fueron sus padres y
madres de niños y niñas. Los nietos y otros niños absortos escuchan las
anécdotas de cómo el abuelo emigró de su país natal, de las misteriosas recetas
de cocina de la abuela o del día que su papá aprendió a nadar y así, descubren
un lugar de pertenencia que contribuirá a la formación de su identidad personal,
familiar y social.
De
esta manera los abuelos tienen la imponderable función de transmitir la
historia de los antepasados, de los orígenes y con ello, brindar a niños y
niñas un sentido de pertenencia, continuidad y coherencia en su historia
familiar y social. En el vínculo con abuelos y abuelas, niños y niñas se nutren
de un conocimiento transgeneracional que ayuda a la elaboración de su propia
historia, de un pasado que se actualiza con el nacimiento y desarrollo de las
nuevas generaciones.
De
esta forma, los abuelos otorgan consistencia a la historia familiar a través de
la trasmisión del relato, de las anécdotas, las fechas significativas, los
rituales y el sistema de valores y creencias que cada familia posee, legando
una cosmovisión del origen de la vida y la muerte ante la cual el niño
reorganiza e imprime sentido en su devenir histórico.
Los
abuelos pueden constituirse en figuras significativas, capaces de entregar un
cariño incondicional a través de un vínculo de afecto y confianza,
posibilitando interacciones con sus nietos en que no solo cabe enseñar y
corregir, sino que además cobra especial valor el compartir, descubrir y
escuchar las voz de los niños, sus sueños, inquietudes y preocupaciones que
muchas veces pueden pasar inadvertidas.
La
paciencia y la sabiduría que les da la experiencia y el lugar que ocupan en la
trama generacional, los ubica en una categoría especial de adultos que, desde
la mirada de niños y niñas, parecen entender cosas que otros adultos no
advierten. Abuelos y nietos disfrutan descubriendo figuritas en las nubes,
juegan a adivinar secretos y se ríen a carcajadas cuando les resulta alguna
travesura en que han sido cómplices, conocen como funcionan las cosas y saben
calmar las penas del corazón.
Mientras
que padres, madres y adultos suelen estar más centrados en el “hacer”, los
abuelos se permiten tomar una pausa, detenerse y dar la dedicación necesaria
para que una experiencia pueda ser significativa, se conectan con el “ser”,
validando el carácter de sujeto de ese niño que lo trasciende.
De
esta manera, vemos como tres generaciones se nutren unas a otras formando una
cadena familiar que lleva consigo historias, aprendizajes, encuentros,
desencuentros y un futuro representado por el nuevo integrante de la familia.
Muchas
veces los abuelos no tienen nietos o estos no vinculan con ellos frecuentemente,
pero no es extraño que el anciano en su sentimiento de abuelo se encariñe y
adopte nietos en su entorno vivencial. Si un niño, una niña, no importa de
quien, representan y dan vida al instinto natural de ser abuelo… de ser abuela.
Para
muchos talvez aquella actitud no tenga sentido, pero para muchos que nos
criamos prácticamente sin abuelos, el haber encontrado uno en la vida nos hace
decir: “Tiene sentido para mi” … que no me comprende… lo invito a leer el
siguiente cuento:
“Una
vieja historia cuenta que un anciano acostumbraba recorrer la orilla de la
playa muy temprano cada mañana. Caminaba largas distancias, aunque con
frecuencia se agachaba, parecía recoger algo de la arena y luego lo lanzaba al
mar.
Cierto
día un joven decidió seguirlo. En varias ocasiones lo había observado realizar
esta extraña tarea hasta que desaparecía en la distancia. ¿Qué recogía? ¿Y por
qué lo devolvía al mar? La única manera de saberlo era siguiéndolo. Y lo hizo.
Cuando pudo darle alcance, su sorpresa fue grande cuando vio que se trataba de
muchas estrellas de mar.
—¿Por
qué hace usted eso? —preguntó el joven, curioso.
—
Es la única manera de salvarles la vida —contestó el anciano—. Si permanecen en
la orilla por mucho tiempo, mueren deshidratadas.
—
¡Pero son muchas! ¿Qué sentido tiene lo que está haciendo?
Mientras
mostraba al joven la estrella que acababa de recoger, el anciano respondió:
—
Tiene sentido para ella.
Entonces
el anciano lanzó la estrellita de regreso al mar.
Si
hubiera sido capaz de hablar, esto es lo que la estrellita de mar le habría
dicho al joven: «¡Tiene sentido para mí!»”
¡Tiene
sentido para mí!... reflexione:
·
¿Tiene sentido aliviar el dolor de un anciano
en una época en la que millones sufren?
·
¿Tiene sentido dar de comer a un mayor?
·
¿Vestir a un anciano desnudo?
·
¿Consolar a un mayor que sufre la pérdida de un
ser querido?
·
¿Visitar a un abuelo que está solo?
·
¿Ayudar económicamente a un abuelo?
La
respuesta es sí, aunque solo sea uno. Tiene sentido porque estamos hablando de
un hijo de Dios. Porque, además, un favor hecho al hambriento, al sediento, al
desnudo, al abandonado, es como hacérselo a Dios mismo. Tiene sentido, en
última instancia, porque para el Padre celestial cada hijo suyo cuenta. Y la
mayor demostración de que cada ser humano cuenta para Dios es que, por uno solo
de nosotros, Cristo habría venido a este mundo.
La
respuesta es sí, aunque solo sea uno.
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