A
simple vista la respuesta parece obvia: si existe un sustrato social y cultural
que genera modos diferenciados de experimentar las distintas facetas de la
vida, según si se es hombre o se es mujer, esas diferencias de género
seguramente se mantienen en la vejez.
Sin
embargo, las evidencias indican que este aspecto no sólo es relevante sino
sustantivo a la hora de comprender las nuevas dinámicas del envejecimiento en
nuestras sociedades.
Pero…
¿qué es lo que hace tan preponderante esta diferencia de género?
Los
expertos lo resumen en una frase sencilla: el fenómeno de la feminización de la
vejez. Sin embargo, aunque las mujeres viven más, desafortunadamente lo hacen
en peores condiciones económicas y de salud.
En
nuestras sociedades esto debe llamar a la acción ya que muchas de las personas
mayores son mujeres, superando el 60% de la población mayor. Esta diferencia
está explicada por la mayor esperanza de vida que ellas alcanzan. A medida que
más aumentan los intervalos de edad, mayor es la brecha y sobre los 85 años, 7
de cada 10 personas son mujeres.
Sin
embargo, la diferencia de género va mucho más allá de un tema de distribución
de población por sexo.
La
historia clásica latinoamericana de una pareja, nos puede hacer pensar en esto.
Ella tiene 83 años. Él trabajó siempre como burócrata estatal. Ella se dedicó
toda su vida a cuidar de su hogar, criar a sus tres hijos y a generar algunos
ingresos dedicada a la confección y la costura. Hoy está íntegramente a cargo
del cuidado de quien ha sido su marido por 62 años y a la manutención de una
hija que luego de incapacitarse laboralmente, regresó a vivir con ellos para
ahorrar.
Cuando
les pregunté por sus condiciones de salud, ella se tomó 20 minutos en dar
cuenta del estado del esposo. Cuando pregunté por la salud de ella, respondió
con solo una frase: “no importa cómo yo estoy, porque lo tengo que cuidar a
él”. Él no puede hacer casi nada solo, excepto vestirse y comer. Tampoco puede
preparar sus alimentos.
De
lo que reciben como ingresos, casi el 30% es gasto por concepto de
medicamentos, tratamientos y gastos de traslado cuando acuden a servicios de
atención médica. Esta historia seguramente se repite en varios hogares latinoamericanos
y da cuenta de las tres razones por las cuales la feminización de la vejez es
un hecho categórico que nos debe alentar a promover una perspectiva de género
para mejorar la calidad de vida, el estado de salud y los ingresos de las
mujeres mayores.
1. Primero,
las condiciones de salud son peores en las mujeres.
Según
datos latinoamericanos promedios, tres de cada cuatro personas mayores tienen
al menos una enfermedad crónica y un quinto tiene dos. En las mujeres esta
prevalencia es superior: el 33% de los hombres no tiene ninguna de las
enfermedades crónicas estudiadas, cifra que disminuye al 20% en el caso de las
mujeres.
Por
su parte, la prevalencia de diabetes, hipertensión, depresión y enfermedad
pulmonar obstructiva crónica también es mayor en mujeres. La situación no es
muy diferente si se analiza desde el punto de vista de la dependencia ya que
dos de cada tres mayores en esta condición son mujeres. Entre los 60 y 64 años
de edad, el 11.5% de las personas presenta algún grado de dependencia. A partir
de los 70 ese valor aumenta a 20% pero para el grupo de los hombres es menos de
17% y en las mujeres es del 22%. A partir de los 80 años, etapa conocida como
la cuarta edad, la dependencia en las mujeres se dispara a 57% mientras que en
los hombres se mantiene en torno al 45%. Y a partir de los 85 la brecha se
vuelve más acentuada: para los hombres es de 56% mientras que en las mujeres es
prácticamente de 70%.
2. Segundo,
las mujeres mayores tienden a presentar una condición más desventajada en los
ingresos.
Como
se sabe, la permanencia en el empleo por un tiempo prolongado, tiene impactos
positivos en la seguridad económica de las personas mayores. Como las mujeres
tienden a tener un historial más breve de trabajo formal remunerado, perciben
menos ingresos. Por otro lado, las cifras muestran que el ingreso autónomo de
un hogar donde uno de sus integrantes no trabaja por tener que cuidar a un
adulto mayor, disminuye en un 30% porque un 45% de las mujeres que cuidan a un
adulto mayor en sus casas no trabaja de forma remunerada.
3. Tercero,
la posición que las mujeres mayores ocupan en sus hogares las hace doblemente
vulnerables.
La
distribución de la carga de cuidados en el hogar es por lejos muy inequitativa
ya que muchas de estas mujeres, además de proveer cuidados a otros mayores
dependientes, continúan ejerciendo otros roles y en muchos casos, presentando
ellas mismas condiciones que ameritan algún cuidado.
Además,
las personas mayores son en gran proporción jefes de hogar y debido a la mayor
supervivencia de las mujeres, la prevalencia de jefatura femenina es más alta
entre las personas de más edad: las mujeres entre 60 y 64 años, el 44% son
jefas de hogar; en cambio, aquellas mujeres jefas de hogar de 85 años o más,
representan el 70%. Por último, de los cuidadores principales de las personas
mayores con dependencia, el 85,6% son mujeres.
Por
estas razones, es impensable diseñar políticas de atención a la dependencia sin
hacer consideraciones explícitas de género, tanto desde el punto de vista de
las condiciones y necesidades de las personas que necesitan cuidados, como
desde la perspectiva de los cuidadores y principalmente, las cuidadoras
familiares.
Hasta
aquí, los sistemas parecen estar respondiendo mejor a las necesidades del hombre
y lo que ellos no cubren, la mujer lo resuelve.
La
pregunta es qué necesita la mujer para cuidar mejor y más importante aún,
¿quién cuida de ella?
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