viernes, 28 de septiembre de 2018

Mantengámonos Con Esperanza Como Simeón (Parte 1 de 2)



Era un anciano cuando la Biblia en sus evangelios hablan de él, por su edad se deduce cerca de la muerte según las expectativas de vida de aquel entonces. La perspectiva de su sociedad ya no le ofrecía nada, conocía su vacío, de un momento a otro terminaría todo, su vida era cada vez más debil, más deteriorada.

Pero una luz llenaba su alma. El Señor le había hecho la promesa de que no vería el rostro de la muerte sin ver antes al Mesías. Uno tras otro día visitaba el Templo y saber cuál de aquellos niños sería el Salvador. Sabía bien que Abraham esperó contra toda creencia y alcanzó las primicias de la salvación en Isaac el hijo nacido en su ancianidad. Así, él esperaba al Enviado de Dios y no cedía en su fe.

Es impresionante leer como en la figura de este anciano la muerte se retarda hasta que ver en carne y hueso y tener en sus brazos a Jesús. El propósito de su vida en esta tierra era aquel instante. ¿Y la muerte? Dios la enviará cuando quiera, a él lo único que le importaba era ver a el Salvador y cuando lo logra su gozo se expresa de un modo conmovedor cuando expresa: “Ahora ya puedo morir en paz”.

La ley prescribía que todo primogénito fuese presentado en el Templo para ser rescatado, pues lo consideraba consagrado a Dios. Junto a esta ceremonia, que se cumplía haciendo una ofrenda, se realizaba también la de la purificación legal de la madre. María y José cumplieron de modo estricto ambas leyes. La naturalidad externada por Dios que se expresa en la elección de José como esposo de María, continúa en estas ceremonias.

Ante la gente son un matrimonio cualquiera de la tribu de Judá, descendientes del rey David y afortunados porque su hijo primogénito pudiese nacer en Belén, pueblo de su ascendiente David. Eran uno más entre los matrimonios que acudían al Templo, posiblemente tuvieron que dar paso a otros más importantes por su posición social o su riqueza. No se quejaron.

Es entonces cuando Simeón entra en escena. “Ahora bien, en Jerusalén había un hombre llamado Simeón, que era justo y devoto, y aguardaba con esperanza la redención de Israel. El Espíritu Santo estaba con él y le había revelado que no moriría sin antes ver al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo. Cuando al niño Jesús lo llevaron sus padres para cumplir con la costumbre establecida por la ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios:
«Según tu palabra, Soberano Señor,
ya puedes despedir a tu siervo en paz.
Porque han visto mis ojos tu salvación,
que has preparado a la vista de todos los pueblos:
luz que ilumina a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».” Lucas 2:25…32

La alegría de Simeón admira a José y María. Las palabras de Simeón son el nuevo anuncio a los hombres de la llegada de el Salvador; a igual que los ángeles a los pastores; pero esta vez el anuncio es público y se escucha en el Templo donde se adoraba al Dios verdadero.

El anciano ha cumplido su misión en la vida: emitir unas palabras proféticas en el momento oportuno. Por eso puede decir que ya puede morir en paz, ya ha visto lo que se le había revelado y se han cumplido las promesas de Dios.

Recapacitemos sobre la persona de Simeón. Mucho se ha meditado sus palabras: las dirigidas a todos, como las dirigidas a María, pero poco se ha meditado sobre Simeón.

Ciertamente son pocos los datos biográficos que tenemos, pero con ello basta para discernir algo. Lucas nos dice que era temeroso de Dios y con esta expresión lo señala como cumplidor fiel a la ley de Dios. Era un hombre de recta conciencia. Esperaba a el Salvador prometido por Dios desde Adán y Eva.

Como hombre recto, que vive según la verdad moral (*), captaba con claridad la miseria y pecado de su tiempo y le afectaban en lo mas hondo. Veía la hipocresía de los fariseos y su avaricia, la utilización de lo religioso para fines temporales por parte de los sacerdotes, la opresión de los débiles por parte de los poderosos, la impureza en muchos ambientes, las desobediencias a la ley de Dios, la presencia de un pueblo extranjero que imponía su ley pagana al Pueblo elegido por Dios y tantos otros pecados.

¿Qué hace un hombre bueno cuando ve los pecados del mundo que le rodea? Ora y hace el bien que le sea posible, Anhela un cambio profundo imposible para hacerlo solo.

Es entonces cuando le llega la revelación de Dios de que no morirá sin ver al Salvador de los pecados del mundo. La emoción debió ser grande. ¡El mismo podrá ver al Mesías!, ya está cerca el que librará al pueblo de sus pecados y no sólo al pueblo de Israel sino a todos los pueblos. Simeón repasaría con atención todo lo que decían los libros sagrados acerca del Mesías y lo meditaría. Es imaginable el gozo de Simeón ante esta revelación divina.

Pero debía poner algo de su parte. El Evangelio no nos dice como conoció la revelación de Dios. No dice si hubo una voz interna como Isabel o un ángel le habló como a Zacarías y a María o si fue en sueños como José. Algo extraordinario debió ser. Pero que tubo fe, tubo fe.

La fe es certeza de lo que esperamos y la convicción de lo que no vemos y la base de la esperanza es la fe e inciden en ella las mismas dos características. Cuando hay esperanza hay certeza y seguridad, tanta cuanta sea la fe; pero aún no se ve lo esperado y cabe dudar.

Simeón podía desconfiar. Y debía experimentar dos pruebas. La primera sería acudir una y otra vez al Templo y no ver nada especial. ¿Cómo saber cuál niño era el Salvador? Cada día sin ver nada especial sería una prueba a su perseverancia. La segunda prueba podía venir de los que le rodeaban. Nadie es profeta en su tierra dirá el Señor. Los conocidos le dirían que estaba loco, que eran imaginaciones suyas, que sus mismos deseos le llevaban a creerse que él mismo vería al Mesías, además era viejo y podía morir en cualquier momento. Todas son razones de peso. Es muy posible que hiciesen mella en su interior, pero no cedió ni perdió la esperanza. Simeón seguía subiendo al Templo sin desanimarse y rezaría. Su oración estaría llena de un deseo y de una confianza superior a las expectativas humanas. De ahí que las primeras palabras que salen de su boca sean inolvidables: ya me puedo morir, ya he visto al Salvador, ya he visto el objeto de mi esperanza, Dios siempre cumple sus promesas, era verdad lo que se me reveló.

Cuando algo es muy deseado y esperado al conseguirlo el gozo es mayor que si se espera débilmente. Después de ver al Niño, el Espíritu Santo utilizó su boca para hacer avisar a todos la presencia del Mesías. Pero los del Templo no le escucharon, sus palabras fueron desoídas como fueron desatendidas las de los Magos. Ni los sabios, ni los sacerdotes fueron a Belén para investigar lo ocurrido en el momento del nacimiento de aquel niño, por su descuido no se enteraron de las palabras de los ángeles, ni el testimonio de los pastores. No creyeron tampoco a Simeón, como no creerían en el mismo Jesús cuando se manifestó lleno de milagros y de verdad. Les faltaba fe y esperanza. Cuando Simeón comprueba la poca atención que prestan a sus palabras los servidores del Templo le entraría una cierta pena, que sería como una espina en su gran gozo.

CONTINUA…


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