viernes, 7 de diciembre de 2018

Envejecer En La Sociedad Del Rendimiento (Parte 1 de 2)


Es para mí una satisfactoria alegría y un profundo compromiso el mantener estas líneas como mi trinchera de una persona de tercera edad que da la batalla como artesano de la Sociedad Futura, para nosotros los viejos.  

Es necesario instaurar y pelear hasta las últimas consecuencias para la instauración de un nuevo humanismo en nuestro trabajo de educación y formación para las generaciones futuras. Este es el ideal y éste, es el deseo del quien los atiende.  

No debemos perder la inspiración, el deseo y el compromiso activo de transformar la sociedad a la luz del Evangelio y así, saber escoger la vida que como ancianos nos merecemos y cuidar de ella.

Ser obrero de una sociedad futura para el anciano, implica tener una mirada de amor a la historia, siendo portadores de esperanza y nunca dejar de ser soñadores.  

Implica no tener miedo a ensuciarse las manos con los más pobres y mirar con misericordia a todo aquel que se nos acerque. Un buen hacedor de la palabra, toca la materia, se impregna y la transforma para hacer de ella un bien para la sociedad.

En pocas palabras tenemos en nuestras manos la oportunidad de ser los alfareros de el futuro de las nuevas y presentes generaciones.

Según explica Byung-Chul Han (2012) en su obra “La sociedad del cansancio”, en nuestro siglo surge una nueva sociedad de rendimiento compuesta de gimnasios, torres de oficina, laboratorios genéticos, bancos y grandes centros comerciales.

Este filósofo alemán ya advierte de los peligros que supone vivir bajo el culto de la producción y el rendimiento. El mal propio de nuestra época es el cansancio. Este cansancio se deriva de la sensación y la creencia impuesta de poder con todo: “yo puedo”, o mejor dicho “yo debo...”, “yo debo estar a la altura”, “yo debo ser el mejor”, “yo debo conseguirlo”, etc.  

Uno acaba siendo un esclavo, en un estado de extremada violencia contra sí mismo, víctima de un sistema que nos lleva a la auto explotación, a seguir exigiéndonos cada vez más y nos lleva a la conclusión que nunca nada es suficiente.

Las empresas y la sociedad nos imponen sutilmente unas metas que nos esforzamos en alcanzar, pero somos nosotros mismos quienes nos exigimos, en un estado de constante demanda, llegar a lo establecido.

“El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado.” (Byung-Chul Han)

La prioridad es estar activo, atender diversos frentes a la vez, realizar jornadas interminables que nunca nos dejan la sensación de ser lo suficientemente productivos, y alcanzar estándares de calidad, a menudo muy por encima de nuestras posibilidades reales.

Vivimos deprisa, atendemos a una elevada cantidad de estímulos sin profundizar en ninguno, nos aislamos porque no hay tiempo para todo, no paramos ni un momento porque el solo hecho de no hacer nada es visto como negativo.

Detrás de la creencia de que somos capaces de todo, que con esfuerzo todo podemos conseguirlo y que podemos llegar a lo más alto, se esconde la otra cara de la moneda y sus peligros: si no consigues lo que quieres entras en un destructivo reproche, todo depende de ti, de tu voluntad y de tu esfuerzo.   

El resultado de estar en permanente alerta y en estado de búsqueda es la proliferación de síntomas y enfermedades como la dispersión de la atención, la agitación permanente, la ansiedad, el estrés, el trastorno límite de la personalidad, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad o el síndrome del burn-out (El síndrome de desgaste profesional​ (en inglés occupational burnout), es un padecimiento que a grandes rasgos consistiría en la presencia de una respuesta prolongada de estrés en el organismo ante los factores estresantes emocionales e interpersonales que se presentan en el trabajo, que incluye fatiga crónica, ineficacia y negación de lo ocurrido).

Así, la sociedad del rendimiento y la producción crea individuos ansiosos, deprimidos, frustrados y fracasados. Se generaliza la sensación global de no ir a ninguna parte, de repetir un día igual que el otro, porque la motivación ha desaparecido. El estrés parece envolver todos y cada uno de los momentos de nuestra vida, incluidos los que deberían ser de descanso y relax, y el consumismo aparece como la vía de escapar del vacío existencial que se impone.

En este contexto es comprensible que aquello en lo que se apoyaba la propia autoestima de las personas jóvenes, con la vejez vaya desapareciendo y con ello también sientan la desvalorización por parte de los demás.

Cuando el valor de la propia vida depende del tipo de trabajo que se realiza, de la productividad, de la influencia y posición social, de la apariencia y la fuerza física, de la independencia económica, de la eficiencia profesional, y estas cosas comienzan a perderse por la edad, aparecen sentimientos de una gran frustración e impotencia, al tiempo que una desorientación general sobre el sentido de la vida y el sentimiento creciente de sentirse una “carga” o un “estorbo” para los demás.

Lo anterior se recrudece cuando los más jóvenes ven a los ancianos como cargas y estorbos, llegando a vivir con “normalidad” situaciones de auténtico maltrato y vulneración de los derechos de las personas ancianas.

El envejecimiento se va haciendo cada vez más diferenciado, ya que podemos distinguir varias etapas dentro de la propia vejez. Por un lado, están los “ancianos jóvenes”, recién jubilados, que todavía están muy sanos de cuerpo y mente, y pueden seguir muy activos después de los 60 y 65 años. Luego hay otros que ya sufren deterioros importantes de salud y otros que ya no se valen por sí mismos y necesitan atención permanente. Finalmente están aquellos que por padecer enfermedades que provocan trastornos de la personalidad -senilidad o Alzheimer-, tienen una dependencia absoluta para sus cuidados.

·         Valóralos: no los maltrates

No valorarlos nos ha llevado a perder la sensibilidad ante su maltrato cotidiano, que pasa inadvertido incluso para sus propios hijos y nietos. El abuso y el maltrato a los ancianos no solo existe en la calle, en algunos centros de salud, sino también en el propio hogar. El maltrato a los mayores es un grave problema de salud pública y un drama para toda la sociedad.

En varios países no solo hay denuncias cotidianas de violencia intrafamiliar, sino de abusos de apropiación de sus ingresos y viviendas. El abandono, la omisión de asistencia, abusos financieros, desalojos y maltrato psicológico y físico, son el pan cotidiano de muchos de nuestros abuelos. Los maltratadores en la mayoría de los casos son los mismos hijos y nietos. Muchos ni siquiera ven el abandono como una forma de maltrato.

Continua próxima semana…





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