Era un anciano cuando la Biblia en sus evangelios
hablan de él, por su edad se deduce cerca de la muerte según las expectativas
de vida de aquel entonces. La perspectiva de su sociedad ya no le ofrecía nada,
conocía su vacío, de un momento a otro terminaría todo, su vida era cada vez
más debil, más deteriorada.
Pero una luz llenaba su alma. El Señor le había
hecho la promesa de que no vería el rostro de la muerte sin ver antes al
Mesías. Uno tras otro día visitaba el Templo y saber cuál de aquellos niños
sería el Salvador. Sabía bien que Abraham esperó contra toda creencia y alcanzó
las primicias de la salvación en Isaac el hijo nacido en su ancianidad. Así, él
esperaba al Enviado de Dios y no cedía en su fe.
Es impresionante leer como en la figura de este
anciano la muerte se retarda hasta que ver en carne y hueso y tener en sus
brazos a Jesús. El propósito de su vida en esta tierra era aquel instante. ¿Y
la muerte? Dios la enviará cuando quiera, a él lo único que le importaba era
ver a el Salvador y cuando lo logra su gozo se expresa de un modo conmovedor
cuando expresa: “Ahora ya puedo morir en paz”.
La ley prescribía que todo primogénito fuese
presentado en el Templo para ser rescatado, pues lo consideraba consagrado a
Dios. Junto a esta ceremonia, que se cumplía haciendo una ofrenda, se realizaba
también la de la purificación legal de la madre. María y José cumplieron de
modo estricto ambas leyes. La naturalidad externada por Dios que se expresa en
la elección de José como esposo de María, continúa en estas ceremonias.
Ante la gente son un matrimonio cualquiera de
la tribu de Judá, descendientes del rey David y afortunados porque su hijo
primogénito pudiese nacer en Belén, pueblo de su ascendiente David. Eran uno
más entre los matrimonios que acudían al Templo, posiblemente tuvieron que dar
paso a otros más importantes por su posición social o su riqueza. No se quejaron.
Es entonces cuando Simeón entra en
escena. “Ahora bien, en Jerusalén había un hombre llamado
Simeón, que era justo y devoto, y aguardaba con esperanza la redención de
Israel. El Espíritu Santo estaba con él y le había revelado que no moriría sin
antes ver al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo. Cuando al
niño Jesús lo llevaron sus padres para cumplir con la costumbre establecida por
la ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios:
«Según tu palabra, Soberano Señor,
ya puedes despedir a tu siervo en paz.
Porque han visto mis ojos tu salvación,
que has preparado a la vista de todos
los pueblos:
luz que ilumina a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».” Lucas 2:25…32
La alegría de Simeón admira a José y María. Las
palabras de Simeón son el nuevo anuncio a los hombres de la llegada de el
Salvador; a igual que los ángeles a los pastores; pero esta vez el anuncio es
público y se escucha en el Templo donde se adoraba al Dios verdadero.
El anciano ha cumplido su misión en la vida:
emitir unas palabras proféticas en el momento oportuno. Por eso puede decir que
ya puede morir en paz, ya ha visto lo que se le había revelado y se han
cumplido las promesas de Dios.
Recapacitemos sobre la persona de Simeón. Mucho
se ha meditado sus palabras: las dirigidas a todos, como las dirigidas a María,
pero poco se ha meditado sobre Simeón.
Ciertamente son pocos los datos biográficos que
tenemos, pero con ello basta para discernir algo. Lucas nos dice que era
temeroso de Dios y con esta expresión lo señala como cumplidor fiel a la ley de
Dios. Era un hombre de recta conciencia. Esperaba a el Salvador prometido por
Dios desde Adán y Eva.
Como hombre recto, que vive según la verdad moral
(*), captaba con claridad la miseria y pecado de su tiempo y le afectaban en lo
mas hondo. Veía la hipocresía de los fariseos y su avaricia, la utilización de
lo religioso para fines temporales por parte de los sacerdotes, la opresión de
los débiles por parte de los poderosos, la impureza en muchos ambientes, las
desobediencias a la ley de Dios, la presencia de un pueblo extranjero que
imponía su ley pagana al Pueblo elegido por Dios y tantos otros pecados.
¿Qué hace un hombre bueno cuando ve los pecados
del mundo que le rodea? Ora y hace el bien que le sea posible, Anhela un cambio
profundo imposible para hacerlo solo.
Es entonces cuando le llega la revelación de
Dios de que no morirá sin ver al Salvador de los pecados del mundo. La emoción
debió ser grande. ¡El mismo podrá ver al Mesías!, ya está cerca el que librará
al pueblo de sus pecados y no sólo al pueblo de Israel sino a todos los
pueblos. Simeón repasaría con atención todo lo que decían los libros sagrados
acerca del Mesías y lo meditaría. Es imaginable el gozo de Simeón ante esta
revelación divina.
Pero debía poner algo de su parte. El Evangelio
no nos dice como conoció la revelación de Dios. No dice si hubo una voz interna
como Isabel o un ángel le habló como a Zacarías y a María o si fue en sueños
como José. Algo extraordinario debió ser. Pero que tubo fe, tubo fe.
La fe es certeza de lo que esperamos y la
convicción de lo que no vemos y la base de la esperanza es la fe e inciden en
ella las mismas dos características. Cuando hay esperanza hay certeza y
seguridad, tanta cuanta sea la fe; pero aún no se ve lo esperado y cabe dudar.
Simeón podía desconfiar. Y debía experimentar
dos pruebas. La primera sería acudir una y otra vez al Templo y no ver nada
especial. ¿Cómo saber cuál niño era el Salvador? Cada día sin ver nada especial
sería una prueba a su perseverancia. La segunda prueba podía venir de los que
le rodeaban. Nadie es profeta en su tierra dirá el Señor. Los conocidos le
dirían que estaba loco, que eran imaginaciones suyas, que sus mismos deseos le
llevaban a creerse que él mismo vería al Mesías, además era viejo y podía morir
en cualquier momento. Todas son razones de peso. Es muy posible que hiciesen
mella en su interior, pero no cedió ni perdió la esperanza. Simeón seguía
subiendo al Templo sin desanimarse y rezaría. Su oración estaría llena de un
deseo y de una confianza superior a las expectativas humanas. De ahí que las
primeras palabras que salen de su boca sean inolvidables: ya me puedo morir, ya
he visto al Salvador, ya he visto el objeto de mi esperanza, Dios siempre
cumple sus promesas, era verdad lo que se me reveló.
Cuando algo es muy deseado y esperado al
conseguirlo el gozo es mayor que si se espera débilmente. Después de ver al
Niño, el Espíritu Santo utilizó su boca para hacer avisar a todos la presencia
del Mesías. Pero los del Templo no le escucharon, sus palabras fueron desoídas
como fueron desatendidas las de los Magos. Ni los sabios, ni los sacerdotes
fueron a Belén para investigar lo ocurrido en el momento del nacimiento de
aquel niño, por su descuido no se enteraron de las palabras de los ángeles, ni
el testimonio de los pastores. No creyeron tampoco a Simeón, como no creerían
en el mismo Jesús cuando se manifestó lleno de milagros y de verdad. Les faltaba
fe y esperanza. Cuando Simeón comprueba la poca atención que prestan a sus
palabras los servidores del Templo le entraría una cierta pena, que sería como
una espina en su gran gozo.
CONTINUA…
No hay comentarios:
Publicar un comentario