Todavía hoy en otras culturas, el anciano es un
tesoro de sabiduría, alguien reverenciado por su trayectoria temporal, por su
experiencia vital, por su talento acumulado. Los ancianos son los que han
salvado los tesoros más ricos de las tradiciones humanas. Nosotros hemos
perdido la memoria de su lugar en el mundo.
El dominio de la lógica tecnoeconómica en todos
los ámbitos de la vida y los valores que se imponen nos han dejado ciegos ante
el tesoro que esconde la vejez.
Muchas personas adultas se sienten deslumbradas
por la información actualizada y los conocimientos técnicos que dominan los
adolescentes y jóvenes. También tienen cierta desorientación por los cambios
culturales que han operado en unas pocas décadas y que los deja con muchos
complejos, como para ponerse de consejeros de los más jóvenes. Pero esto es
solo una imagen superflua de los cambios culturales, porque la realidad del
talento adulto es bien distinta a como es valorada.
Los mayores traslucen una actitud vital y una
libertad interior que es fruto de la madurez, que no nos puede aportar la
ciencia y la técnica, ni está disponible en internet. Los mayores tienen
talentos especiales que solo los da el tiempo y ninguna maestría universitaria.
La sabiduría para distinguir lo importante de lo superfluo, la mirada
contemplativa y profunda sobre los acontecimientos, la paciencia que sabe
esperar con alegría, la fortaleza interior y el aguante para sostener a quienes
no soportan la frustración, la prudencia del autocuidado, la visión amplia y
desafectada frente a las urgencias cotidianas.
Los mayores traen paz y aceptación a un mundo
herido, nos regalan otro modo de vivir el tiempo y la gratuidad. Lejos ya de
los sueños adolescentes, el anciano nos enseña a enfrentarnos con la verdad de
la vida, con un realismo profundo, para hacernos capaces de distinguir lo
efímero de lo que permanece.
Los mayores también nos enseñan a ser
vulnerables, a aceptar nuestros límites, a que no se puede hacer todo, a amar
nuestra verdad y a no querer ser lo que no somos. En muchos países hay empresas
que comenzaron a invertir en recuperar el talento de los jubilados, que si bien
no pueden hacer el trabajo de los jóvenes, tienen un tesoro de experiencia
acumulada que no debería ser desperdiciada y que puede ser iluminadora para las
nuevas generaciones de jóvenes emprendedores.
Una nueva
etapa con sentido
El miedo a la inutilidad que acompaña el
envejecimiento, el miedo a volverse un peso, a quedar solo y abandonado, solo
puede vencerse cuando se descubre que cada etapa nueva de la vida puede hallar
un nuevo sentido, una nueva luz para vivir de otra manera. El horizonte
existencial ya no debe estar pautado por las reglas de la juventud, sino que
ahora el tiempo se vive desde otro lugar.
No hay receta para ninguna etapa de la vida,
pero sí sabemos que las personas cuya vida tiene sentido, viven más felices y
se vuelven siempre fecundas. Aceptar el límite y la inutilidad nos abre a la
dignidad de otro modo de vivir. No valemos por lo que hacemos o tenemos, sino
por quienes somos. Nadie es amado de verdad por lo que hace, sino solo por
quien es. Esto lo repetimos durante nuestra juventud como frases muy bonitas,
pero solo pueden comprenderse y vivirse cuando lo que hacemos ya no vale tanto
y solo queda lo que realmente importa: quienes somos.
El ejemplo de muchos mayores que en la etapa
postjubilatoria volvieron a estudiar, a ejercer nuevas tareas, a dedicarse a
otros en incontables tareas de voluntariado, son el signo de que hemos estado
ciegos para ver la riqueza que se esconde en la plenitud de la vida.
La visión cristiana es contracultural en el
ambiente que valora lo productivo, porque el ser humano a medida que envejece
camina hacia la vida más plena. Solo los que saben morir a lo que ya fue,
pueden abrirse a lo que vendrá. Por eso toda la vida es adviento, es espera
cotidiana de que lo mejor está por venir, es esperanza firme de que mientras
nos vamos deteriorando exteriormente, nuestra interioridad va creciendo como en
ninguna otra etapa de la vida.
Caminos
por recorrer
Educar en las empresas a las personas que están
cerca de su jubilación, para vivir plenamente la nueva etapa que se avecina, es
un bien social invaluable. Ayudar a las personas a valorarse, a descubrirle el
sentido a cada nueva etapa de su vida, a descubrir y valorar sus talentos y
ponerlos al servicio de los más jóvenes, es una tarea que exige compromiso y
dedicación.
Educar a los más jóvenes sobre el valor de la
vejez y sensibilizarlos sobre esta etapa de la vida es la mejor prevención
contra el maltrato y para abrirlos a un nuevo modo de ver la realidad de la
propia vida. Toda vida es limitada y frágil, por eso, una vida auténtica es una
vida que sabe aceptar la realidad y mirar lo que no se puede eludir, es una
vida que sabe asumir el límite de la propia finitud como la verdadera
posibilidad de una existencia verdaderamente humana. Solo cuando descubro el
límite como mi verdadera posibilidad, puedo hacer de la vida algo real.
Ayudar a otros a despertar de una vida
inauténtica, de una vida distraída y alienada, solo es posible si damos espacio
a otro modo de ver, a otros valores. Muchos viven en una falsa realidad, como
lo expresaba el filósofo J. Pieper en 1958:
“Nos referimos a esa pseudorrealidad de los
estímulos vacíos, que se origina en la incapacidad para la reflexión, para el
silencio, la meditación y el ocio; a la pseudorrealidad que esta incapacidad
exige y expande cada vez más, y a los estímulos que sirven a la efímera
satisfacción del aburrimiento público y reciben el aplauso y la simpatía de los
muchos”.
Redescubrir el valor de la reflexión serena,
del silencio y del ocio, de la gratuidad, del asombro ante lo cotidiano, es
solo posible si educamos en nuevas capacidades, que son muy antiguas, pero
demasiado olvidadas en la “cultura del descarte”. Los ancianos tienen mucho que
enseñarnos sobre virtudes como la serenidad, la paciencia, la gratitud, la
benevolencia, la libertad interior y el amor. ¡Recuperarlos como maestros de la
vida es tarea de todos!
VALE LA PENA INICIAR YA.
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