Hoy les traigo un simpático cuento para aprender a tolerar los fallos
de los abuelos recordando que ellos también fueron jóvenes y audaces, y merecen
nuestra admiración.
La humanidad se jugaba su futuro
en un gran partido de fútbol. Era la última oportunidad que nos habían dado los
marcianos antes de exterminarnos. Solo unos pocos equipos formados por los
mejores jugadores de los mejores clubs del mundo se ofrecieron a salvarnos.
Bueno, esos y un equipo de abuelos, tan viejecitos y despistados que ni ellos
mismos sabían cómo habían acabado apuntados en la lista. Y como suele pasar con
estas cosas, fue el equipo que salió elegido en el sorteo.
De nada sirvieron las quejas de
los gobernantes, las manifestaciones por todo el mundo o las amenazas. Los
marcianos fueron tajantes: el sorteo fue justo, los abuelos jugarían el partido
y su única ventaja sería poder elegir dónde y cuándo.
Todos odiaban a aquellos abuelos
viejos, despistados, entrometidos y nadie quiso prepararlos ni entrenar con
ellos. Solo sus nietos disculpaban su error y los seguían queriendo y
acompañando, así que su único entrenamiento consistió en reunirse en grupo con
ellos para escuchar una y otra vez sus viejas historias y aventuras. Después de
todo, aquellas historias les encantaban a los chicos, aunque les parecía
imposible que fueran verdad viendo lo arrugados y débiles que estaban sus
abuelos.
Solo cuando los marcianos
vinieron a acordar el sitio y el lugar, el pequeño Pablo, el nieto de uno de ellos,
tuvo una idea:
- Jugaremos en Maracaná. Mi
abuelo siempre habla de ese estadio. Y lo haremos en 1960.
- ¿En 1960? ¡Pero eso fue hace
más de 50 años! - replicaron los marcianos.
- ¿Vais a invadir la tierra y no
tenéis máquinas del tiempo?
- ¡Claro que las tenemos! -
dijeron ofendidos. - Mañana mismo haremos el viaje en el tiempo y se jugará el
partido. Y todos podrán verlo por televisión.
Al día siguiente se reunieron
los equipos en Maracaná. A la máquina del tiempo subieron los fuertes y
poderosos marcianos y un grupito de torpes ancianos. Pero según pasaban los
años hacia atrás, los marcianos se hacían pequeños y débiles, volviéndose
niños, mientras a los abuelos les crecía el pelo, perdían las arrugas, y se
volvían jóvenes y fuertes. Ahora sí se les veía totalmente capaces de hacer
todas las hazañas que contaban a sus nietos en sus historias de abuelitos.
Por supuesto, aquellos abuelos
sabios con sus antiguos y fuertes cuerpos dieron una gran exhibición y
aplastaron al grupo de niños marcianos sin dificultad, entre los aplausos y
vítores del público. Cuando volvieron al presente, recuperaron su aspecto
arrugado, despistado y torpe, pero nadie se burló de ellos, ni los llamó
viejos. En vez de eso los trataron como auténticos héroes. Y muchos se juntaban
cada día para escuchar sus historias porque todos, hasta los más burlones,
sabían que incluso el viejecito más arrugado había sido capaz de las mejores
hazañas.
Victor Català (*) escribía en 1869: “El viejo es el mejor ornamento
del hogar del joven porque aporta al hogar todos los tesoros de la juventud
pasados por el crisol, purificados de máculas y de escoria, convertidos al
fuego lento, a fuerza de hervores clarificadores, en riquísimo y apreciado oro
de copela”. Quizás entonces los mayores, como parece que prefieren hoy ser
llamados, no eran tan mayores ni padecían tantos deterioros cognitivos como
hoy. Pero, en todo caso, como toda persona, hay que reconocer que, se
encuentren como se encuentren, los mayores son un bien social. Así lo decía el
filósofo chino Lao Tse: “Un hombre, por acabado que parezca, sigue siendo
necesario mientras viva”.
Aún a riesgo de ser muy parciales en la propuesta, presentemos algunas
indicaciones para la relación, el cuidado y la ayuda de nuestros mayores.
Darles espacio y aprender de ellos. Aprender incluso de su silencio,
de su pasividad, del caos mental en que el deterioro les hace encontrarse a
veces. Nos pueden ayudar a valorar lo realmente importante. No caer en la
trampa de la teoría de la “tasa de actividad”, según la cual parece que tanto
mejor estarán cuantas más cosas hagan, cuantas más actividades tengan, sin
valorar de manera personalizada los efectos benéficos o perturbadores para el
mayor.
Como enseña el mejor de los libros La Biblia, hay un tiempo para todo,
también para hacer pocas cosas o para no participar, incluso en momentos que a
los más jóvenes nos pueden parecer importantes, significativos o “mágicos”.
Piénsese en algunas festividades sociales en las que algunos mayores
prefieren no participar debido al estado en que se encuentran. Hemos de aceptar sus límites y no hacerles
responsables ni reprocharles por tenerlos. A veces nos avergonzamos ante los
demás de los límites de nuestros mayores y les intentamos excluir de ciertas
relaciones por una estúpida moda de gustar siempre, a todos y poniendo
“maquillaje” a la humanidad.
Es frecuente reprocharlos por no oír bien, por no acordarse de algo,
en lugar de repetir o aclarar de acuerdo a sus posibilidades de comprensión.
Comprender el significado de la vejez. Ser viejo es también ser
memoria de la muerte y de las pérdidas, y tomar conciencia de ello puede hacer
convertirles en un tesoro que nos humanice y nos sitúe en la verdad de la vida
o en inmundicia que hay que ir desechando.
Ellos nos pueden recordar que lo valioso a veces está en el pasado y
que en lo viejo también hay valores. Hay que recordar que los viejos necesitan
poco, pero lo poco que necesitan lo necesitan mucho. Y una necesidad imperiosa
es la de ser escuchados. En lo que cuentan hay sabiduría. Permitir que el otro
se narre es darle oportunidad para ir escribiendo el último capítulo y poder
firmar el acta de la propia vida.
Es frecuente que el mayor vuelva al pasado y cuente muchas veces la
misma historia. Si no hay deterioro cognitivo, probablemente está satisfaciendo
así la necesidad de ser reconocido. En medio de la crisis posible de identidad,
de autonomía o de pertenencia, puede que necesite afirmarse y para ello, lo que
más tiene es pasado y a él se recurre para presentarse. Escuchar la misma
historia repetidas veces es distinto de oírla, porque el mensaje es siempre
actual.
Como consecuencia de esto, deviene la serenidad y la disponibilidad.
Esta actitud distinta frente a la vida es, en sentido etimológico y literal,
estética y consiste en ver vivir, y en poseer una sabiduría de la vida, que es
a la vez recapitulación y desecho, repaso y reposo, y encarnación de la memoria
colectiva de la sociedad.
Ayudar a vivir en esta sociedad es cosa de todos.
(*) Víctor Català,
fue una escritora española en catalán. Su nombre Caterina Albert i Paradís. Era
hija de una importante familia de propietarios rurales y su padre espoleó sus
aficiones artísticas, de forma que muy joven (14 años) comenzó a pintar y a
escribir.
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