Anteriormente se nos decía que nos
convertimos en adultos sólo cuando nos quedábamos sin padres, cuando perdíamos
su referencia y debíamos buscarnos un espacio independiente en el mundo. Pero
¿qué ocurre cuando, como afortunadamente pasa a menudo, superamos los cuarenta
y todavía nuestros hijos disfrutan de los mimos de sus abuelos?, cuadro que en
años venideros puede ser mayor con el aumento poblacional del segmento
generacional de los adultos mayores.
El “problema” (así entre comillas) que
para las familias suponen las personas de edad avanzada se plantea incluso en
lo más elemental: no sabemos ni cómo referirnos a ellas. tercera edad, personas
mayores, viejos, abuelos, ancianos... Cada expresión tiene sus connotaciones,
la elección no es intrascendente.
En el fondo, este problema de
denominación, manifiesta la incertidumbre que padecemos ante los grupos
socialmente menos favorecidos o marginados de la vida cotidiana.
¿Dónde los colocamos? ¿Cómo los valoramos?
¿Cómo los tratamos? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para que
intervengan en el devenir de la sociedad? Este desconcierto ante el fenómeno de
la vejez lo muestran las familias y las generaciones más jóvenes, pero también
las propias personas de edad avanzada.
La imagen que sobre la vejez trasmite las
sociedades económica y socialmente desarrolladas dista mucho de resultar
atractiva o envidiable. En parte, puede explicarse por la decepción de
contemplar que se va perdiendo el sitio, el protagonismo, el poder físico,
intelectual, sexual, económico, laboral. Es una situación compleja, con
aspectos objetivamente negativos y difícil de ser percibida como deseable. Y
más en un mundo en que el deseo se ha erigido en el motor de la vida económica
e incluso en móvil de decisiones en el espacio de lo personal.
La sociedad excluye a los ancianos y ellos
mismos parecen en muchos casos dispuestos a arrinconarse en el furgón de los
menos activos. Desde esas dos dimensiones complementarias debemos contemplar la
situación: qué podemos hacer por los viejos y qué pueden hacer ellos por sí
mismos. Para empezar, una de las asignaturas pendientes de esta sociedad que
envejece a un ritmo que demógrafos, economistas y psicólogos no dudan en
calificar de preocupante, es cómo cambiar la imagen del envejecimiento, paso
indispensable para que tanto las personas que entran en esa fase vital como la
sociedad en general modifique sus actitudes ante los ancianos.
El mito de la eterna juventud, una trampa
sin salida
Cuando alguien dice a una persona mayor:
"qué bien, qué joven está", implícitamente está afirmando que lo
bueno, en realidad, es ser joven. Lo demás son apaños. Está manifestando que lo
que se aprecia socialmente es la juventud, y que ser viejo no es un valor, sino
casi un defecto. Poco a poco, se va asentando la presunción, cuando no la
convicción, de no pertenecer a esta época. Así, la persona mayor se siente
excluida y cada día confirma que va perdiendo relevancia social.
Pero ser viejo tiene sus cosas positivas. Sin
ir más lejos, sentirse protagonista de su propia evolución como persona y más
que nunca, un importante miembro de la comunidad a la que pertenece. La
sociedad, no lo neguemos (¿cuántas películas de TV o cine, anuncios, o pases de
modelos tienen por protagonistas principales a personas mayores?) discrimina a
los viejos, pero éstos también tienen alguna responsabilidad en tanto que, a
veces inconscientemente, participan activamente ("eso es cosa de jóvenes,
que decidan ellos").
¿Qué hacer para integrar a los ancianos en
la vida cotidiana?
En primer lugar, trasmitir a la sociedad
en su conjunto las necesidades de los viejos: qué piensan, cómo se sienten.
Todos deberíamos saber que es una situación que nos va a llegar, no podemos
seguir mirando a otro lado y negarnos a nosotros mismos que nos acercamos o que
ya hemos llegado a la Tercera Edad.
Es difícil, porque los intereses de
mercado han instalado el mito de la juventud y han dictado que esa fase de
nuestra vida, efímera por definición, debe perdurar indefinidamente. Cada
arruga es una herida que debemos ocultar, en lugar de la feliz constatación de
que seguimos viviendo, disfrutando de nuestro crecimiento personal y de otros
placeres anteriormente desconocidos o insuficientemente valorados.
Una decisión personal
En realidad, ¿qué es ser viejo? La mayoría
de las definiciones subrayan los aspectos deficitarios, negativos: la
vulnerabilidad, la propensión a las enfermedades, la progresiva marginación, el
acercamiento de la muerte. El envejecimiento es un hecho ineludible, pero el
considerarse inservible, es una opción estrictamente individual.
Cada persona decide paulatinamente, a
veces por simple hastío, otras por convencimiento, que reducirá drásticamente
su ritmo vital, que no hará deporte, ni aprenderá informática, ni viajará, en
otras palabras, cada uno, en decisión personal e intransferible, establece
cuándo "es viejo para...".
Integrar a los mayores
En octubre de 1999 se inauguró la
conmemoración del Año de las Naciones Unidas de las Personas Mayores, bajo el
lema "Una sociedad para todas las edades". Se trabajó para que se
partiese de una sociedad con un "diseño para todos"; crear y producir
pensando en todas las personas y tener en cuenta las necesidades o dificultades
específicas de todas aquellos que no cuentan con toda la capacidad, autonomía o
habilidad física, psíquica o sensorial que se suponen habituales. Un diseño que
debiera generalizarse en todos los ámbitos de la vida cotidiana, pública y
privada.
Pero este "diseño para todos" deberá
ser, una filosofía basada en la igualdad de derechos de todas las personas. Ha
de incluir además una consulta previa a los posibles usuarios, ya que son éstos
quienes están en mejores condiciones de señalar sus necesidades y las
dificultades y limitaciones con las que se encuentran.
Respeto, atención y cariño son los tres
principios básicos en la relación con nuestros mayores. Respeto a su momento
psicofísico, a su ritmo propio, a sus valores y concepciones, a sus
comportamientos, a sus deseos y querencias, a su propia organización de la
vida. Ello no implica estar de acuerdo siempre con ellos. Los mayores tienen
derecho a elegir cómo quieren vivir, porque inmiscuirnos e imponer nuestros
criterios equivale a un abuso de poder y a una falta de respeto a su libertad.
La atención al anciano lleva implícita la
dedicación de un cierto tiempo para escuchar cómo está esa persona mayor, cómo
vive, qué quiere, qué le gusta, cómo percibe sus recuerdos y experiencias. Esta
actitud es muy diferente a la de "oír las batallitas del abuelo".
Ya en el último de los tres principios
citados, el cariño debemos proporcionárselo a los mayores en grandes dosis,
porque en esta edad se valora más que nunca el afecto, la sensibilidad que
dejamos escapar a menudo por la servidumbre que mostramos ante la seriedad, el
trabajo, el sagrado concepto del deber, los prejuicios, la timidez y la
vergüenza. Pero no nos referimos a un cariño ensimismado, sino más bien a ese
cariño que se trasmite a través de ese interés por lo que les ocurre a nuestros
mayores, por el respeto, la escucha, ese tiempo de dedicación... que se traduce
en nuestros gestos, nuestra mirada, nuestro tono cálido a la hora de dirigirnos
a ellos. Y también, por qué no, el cariño manifestado mediante la caricia: esa
mano que se posa, que presiona, que agarra, ese abrazo que funde la distancia y
ese beso que hace sentir que no se está solo y que se es querido y valorado.
La madurez de la experiencia nos dice que
las barreras que surgen a lo largo de la vida no pueden impedir nuestro
desarrollo; al contrario, representan una invitación a replantearnos los
límites de nuestra creatividad o como diría el pedagogo P. Freire a darnos
cuenta de que somos seres en transformación y no en adaptación. A ser
conscientes de lo devastador de los enfados y de las actitudes negativas y
pesimistas.
Dios no diseño al ser humano para ser
desechado, lo diseño para ser el soberano de la naturaleza en cualquier edad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario